El temor dispara la adrenalina, como otras emociones donde la reacción nerviosa supera sus límites.
Un paciente que acababa de tener un accidente doméstico en el dedo de una mano llegó a urgencias de un hospital. Primero la enfermera lo trasladó en silla de ruedas a una sala, donde lo hizo subir a una camilla estrecha, similar a las que se utilizan en los quirófanos. En el consultorio, apenas cubierto por una cortina blanca,el paciente y la enfermera esperaban la llegada del médico de guardia. Cinco consultorios contiguos, donde otras personas eran atendidas, retrasaban la venida del médico.
Ella, mientras tanto accionó la palanca de la camilla y la reclinó dejando al paciente casi en situación horizontal. Luego se acercó con la intención de colocarle el termómetro en la axila para tomarle la fiebre. La corta bata blanca de la enfermera tenía el último botón desabrochado y al caminar dejaba ver el muslo hasta la oscuridad de su intimidad. Cuando la mujer se acercó a él, apoyó la piel desnuda de su pierna en la mano que el hombre, un poco más relajado y distraido por la fragancia de la mujer, había dejado colgando a un lado de la camilla. Él, asombrado, no tardó en acariciarla con timidez, mientras ella tardaba una eternidad en colocar el termómetro. Entonces él hizo avanzar su mano, con la misma suavidad con que había comenzado su desplazamiento, cohibido, hasta que comprendió que estaba viviendo una situación irrepetible.
Ella seguía sin reaccionar mientrás él sentía las cosquillas punzantes de una mata de vello que se arremolinaba sobre su mano. Una mano atrevida dispuerta a percibir la humedad de la vulva que delataba la excitación de la enfermera. Ella abrió casi instintivamente las piernas y, sin decir palabra, comenzó a lamerle los labios entreabiertos, mientras bajaba la camilla accionando el pedal electrónico con el pie. Él se dejaba llevar por aquella nueva situación: nunca antes lo había hecho en un lugar tan inusual.
Detrás de la cortina podían escuchar la voz del médico atendiendo a otros pacientes en los consultorios contiguos. Así oirían cuando se iba a acercar a ellos. Esa tensión adicional no hacía más que sumar energía a la pasión que invadía aquella pequeña sala. Ella no tardó más de tres segundos en bajarle la cremallera y extraer el miembro palpitante. De inmediato se puso a lamerlo, para lubricarlo adecuadamente. Apenas sonrió cuando apartó con delicadeza la mano que la masturbaba con ansia. Luego apoyó su dedo índice en vertical sobre la boca pidiendo silencio a su amante ocasional.
Con un movimiento casi imperceptible apoyó un pie sobre un tubo de la camilla, como si fuese un estribo, y se colocó encima del pene; con una suave cadencia lo fue introduciendo en su húmeda vagina, lubricada por la excitación.
Cuando se sintió penetrada hasta lo más profundo inició un lento cabalgar, como si fuese una amazona, mientras el gozo que sentía le hacía olvidar el poco tiempo que les quedaba. El hombre la animaba acariciando con la yema de los dedos los muslos desnudos. Ella, con los pies apoyados en los tubos circulares de metal que formaban el pie de aquella improvisada cama móvil, lograba el punto de impulso perfecto para acelerar su orgasmo y el de su compañero.
Pocos minutos después, cuando el médico apartó la cortina y entró para pasarconsulta, el paciente estaba sentado con la inclinación precisa, mientras la enfermera limpiaba con esmero el instrumental.
Un paciente que acababa de tener un accidente doméstico en el dedo de una mano llegó a urgencias de un hospital. Primero la enfermera lo trasladó en silla de ruedas a una sala, donde lo hizo subir a una camilla estrecha, similar a las que se utilizan en los quirófanos. En el consultorio, apenas cubierto por una cortina blanca,el paciente y la enfermera esperaban la llegada del médico de guardia. Cinco consultorios contiguos, donde otras personas eran atendidas, retrasaban la venida del médico.
Ella, mientras tanto accionó la palanca de la camilla y la reclinó dejando al paciente casi en situación horizontal. Luego se acercó con la intención de colocarle el termómetro en la axila para tomarle la fiebre. La corta bata blanca de la enfermera tenía el último botón desabrochado y al caminar dejaba ver el muslo hasta la oscuridad de su intimidad. Cuando la mujer se acercó a él, apoyó la piel desnuda de su pierna en la mano que el hombre, un poco más relajado y distraido por la fragancia de la mujer, había dejado colgando a un lado de la camilla. Él, asombrado, no tardó en acariciarla con timidez, mientras ella tardaba una eternidad en colocar el termómetro. Entonces él hizo avanzar su mano, con la misma suavidad con que había comenzado su desplazamiento, cohibido, hasta que comprendió que estaba viviendo una situación irrepetible.
Ella seguía sin reaccionar mientrás él sentía las cosquillas punzantes de una mata de vello que se arremolinaba sobre su mano. Una mano atrevida dispuerta a percibir la humedad de la vulva que delataba la excitación de la enfermera. Ella abrió casi instintivamente las piernas y, sin decir palabra, comenzó a lamerle los labios entreabiertos, mientras bajaba la camilla accionando el pedal electrónico con el pie. Él se dejaba llevar por aquella nueva situación: nunca antes lo había hecho en un lugar tan inusual.
Detrás de la cortina podían escuchar la voz del médico atendiendo a otros pacientes en los consultorios contiguos. Así oirían cuando se iba a acercar a ellos. Esa tensión adicional no hacía más que sumar energía a la pasión que invadía aquella pequeña sala. Ella no tardó más de tres segundos en bajarle la cremallera y extraer el miembro palpitante. De inmediato se puso a lamerlo, para lubricarlo adecuadamente. Apenas sonrió cuando apartó con delicadeza la mano que la masturbaba con ansia. Luego apoyó su dedo índice en vertical sobre la boca pidiendo silencio a su amante ocasional.
Con un movimiento casi imperceptible apoyó un pie sobre un tubo de la camilla, como si fuese un estribo, y se colocó encima del pene; con una suave cadencia lo fue introduciendo en su húmeda vagina, lubricada por la excitación.
Cuando se sintió penetrada hasta lo más profundo inició un lento cabalgar, como si fuese una amazona, mientras el gozo que sentía le hacía olvidar el poco tiempo que les quedaba. El hombre la animaba acariciando con la yema de los dedos los muslos desnudos. Ella, con los pies apoyados en los tubos circulares de metal que formaban el pie de aquella improvisada cama móvil, lograba el punto de impulso perfecto para acelerar su orgasmo y el de su compañero.
Pocos minutos después, cuando el médico apartó la cortina y entró para pasarconsulta, el paciente estaba sentado con la inclinación precisa, mientras la enfermera limpiaba con esmero el instrumental.
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