jueves, 4 de noviembre de 2010

Relatos cortos volumen 1: Son cosas de la vida

Se acabó-dijo él mirándome. En sus ojos se podía leer el alivio que sentía al pronunciar esas dos palabras…

Se acabó. Le miré, aun incrédula. Mi mente no procesaba esas palabras, mis oídos se resistían a escuchar las palabras que salían de su boca, de sus labios, de esos dos músculos que me habían hecho perder la cordura que me quedaba. Me llevé las manos al vientre, como si allí estuviera mi corazón…quizás si estuviera allí.

¿Por que?-me atreví a preguntar mientras sentía como mis ojos se llenaban de lagrimas. Las ultimas semanas no habían sido las mejores, lo reconocía, habíamos tenido muchas discusiones cada una peor que la anterior, cada una por un motivo distinto pero todos ellos absurdos.

Ya no te quiero-murmuró pasándose una mano por su cabello, siempre tan bien arreglado, peinándoselo hacia atrás.

¿Ya…no…me…amas?-las palabras se escaparon de mis labios antes de poder pensar. Me llevé las manos a mi boca, tapándola, deseando no haber preguntado. Mi labio inferior temblaba sin poder remediarlo. Él negó y se dio la vuelta para irse dando por zanjada no solo la conversación sino también nuestra vida en común.

Quise retenerle, moverme, poner mis manos en sus hombros, hacerle parar. Quería que se girase y volviera a mirarme, más me vi incapaz de hacerlo, sabia que él ya había tomado una decisión y que nadie le haría cambiarla. Me apoyé en la pared y deslicé mi espalda por ella dejándome caer al suelo donde, con manos temblorosas me abracé a mi misma intentando darme el calor que él me estaba negando.



No sé cuanto tiempo estuve así, sólo recuerdo que horas más tarde alguien me recogió del suelo y me llevó a casa, a aquella casa que había compartido con él, y me metieron en la cama, allí donde durante horas… días… semanas… meses… años… habíamos manifestado nuestro amor. Me sentía incapaz de moverme, de hablar e incluso de respirar pero lo estaba haciendo, no por él ni por mi, sino por lo que nuestro amor había creado en mi interior. Con manos lentas me acaricié el vientre mientras las lágrimas surcaban mi rostro.

Los meses fueron pasando despacio mientras yo intentaba sobrevivir día a día. El verano dio paso al otoño y éste al invierno. Cada día me costaba más tenerme en pie, mi vientre se había hinchado consiguiendo unas dimensiones desproporcionadas, ya nada quedaba de mi figura, me sentía como un enorme globo aerostático. Mi rostro, por lo general fino y de rasgos suaves, era una sombra de lo que había sido. Consumido en mi interior, mis labios se mostraban amoratados, bajo mis párpados mis ojos ya no brillaban y estaban enmarcados por dos profundas señales negras que me conferían una apariencia triste, las mejillas hundidas y sin color….mirarme al espejo era algo que ya no podía hacer, verme a mi misma en ese estado me hacia desear la muerte pero me veía incapaz de ello, no por mi, puesto que mi vida había dejado de tener sentido cuando él me dijo que ya no me amaba, sino por aquello que crecía y se movía en mi interior. Podía sentirle como me golpeaba el estómago, los riñones y el hígado. Alguna vez incluso podía ver como su manita o su pie se dibujaba en la tirante piel de mi tripa. Eso era lo que me mantenía viva, sólo eso. Ni siquiera sabia si era niño o niña, en verdad tampoco me importaba.

Una fría noche de invierno, un dolor agudo como de miles de espadas que se clavaran en mi cuerpo me atravesó. Chillé y jadeé doblada en dos y cerrando fuerte los ojos deseando que dicho dolor se acabara, cuando se pasó abrí lentamente los ojos, la oscuridad era total. Con manos temblorosas encendí la lamparita situada en mi mesilla de noche e instintivamente busqué su cuerpo con los ojos, mirando su lado de la cama ahora frío y vacío puesto que hacia meses que no dormía allí. Me limpié la fina capa de sudor que cubría mi frente con el dorso de mi mano mientras me concentraba en respirar tal y como me habían enseñado. Llamé y tras casi una hora de dolores, gritos y jadeos la ambulancia llegó a mi casa.

En el hospital todo era caos, el trayecto había sido corto puesto que no habían tardado mas de quince minutos pero a mi se me habían hecho eternos. Lo primero que me preguntaron los paramédicos fue que donde estaba el padre…no supe qué responder. ¿Qué podía decirles? ¿Que me había dejado? ¿Que me había abandonado? ¿Que ya no me quería, ni a mi ni al fruto de lo que había sido nuestro amor? Las lágrimas se agolpaban tras mis párpados mientras, en la sala de partos, la matrona me insistía en que empujara y el médico, de pie entre mis piernas abiertas, me rasgaba las entrañas. El dolor era insoportable y yo solo quería morir cuando de pronto le oí. Una nalgada, un grito y un llanto llenaron de vida la habitación.

Felicidades-me dijo el médico mientras le pasaba un bulto a la enfermera que se situaba a su derecha-a tenido usted una niña preciosa-él sonrió y yo aun con la cara desencajada le miré atónita. La enfermera s acercó a mi con mi hija entre los brazos y me la puso sobre el pecho-¿Cómo la va a llamar?-me preguntó. Miré a mi hija, era como una pasita arrugadita, su boquita chiquitita estaba aun entreabierta en una “O” perfecta. Deslicé mi dedo índice por sus ralos cabellos y ella abrió los ojos lentamente fijando en mí su mirada aun ciega, un rayo de esperanza cruzó mi alma.

Alegría…-murmuré mirándola con todo mi amor.

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