viernes, 29 de julio de 2011

En el dentista

El sillón del dentista constituye para muchas personas una pieza de tortura. Cada vez que deben ir a la consulta del odontólogo, desde un día antes sienten una excitación creciente que, cuando se acerca el momento, se libera en una descarga de adrenalina que invade la sangre y rpovoca una excitación similar a la que s siente ante una película de suspense. Transformar esa ansiedad temerosa en un fuerte apetito sexual sólo es cuestión de gestos, de palabras, de roces oportunos que logren transformar el miedo en deseo; un deseo que canalice toda la energía contenida.

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Una mujer llegó agitada a la consulta de su dentista, con ese particular temor que siente un paciente cuando se enfrenta a estos profesionales, con la tremenda sospecha de estar en las manos de un sádico y sus aparatos de "tortura". Con la respiración acelerada se sentó a esperar su turno en la silenciosa sala anexa al consultorio. No sabía cómo controlar sus pensamientos; se le agolpaban imágenes con sensaciones de sufrimiento, aunque recordaba las palabras suaves del dentista que en visitas anteriores le habían dado seguridad y tranquilidad. Envuelta en aquellas frases se sintió protegida.

La enfermera la apartó de sus pensamientos haciéndole regresar a la realidad al avisarle de que debía pasar. Sin saber por qué, sus latidos se aceleraron, e hizo un esfuerzo por contener su agitada respiración, que amenazaba con impedirle hablar. Saludó al dentista, tan amable como siempre, y se sentó en aquél sillon tapizado de blanco. El corazón galopaba, y con curiosidad notó cque sus bragas parecían haberse humedecido levemente. El dentista le preguntó cómo se encontraba y, sin esperar respuesta, le pidió que se relajara, que se sintiera cómoda en el sillón estirando las piernas, y que tratara de alejar la tensión de su mente. Ella obedeció y, como en otras ocasiones, sintió que esa voz la abrazaba, le infundía confianza y era su único refugio ante el "castigo" que le esperaba.

Él le pidió que abriera la boca cuanto pudiera y se acercó con un instrumento pequeño formado por un espejito y un gancho para controlar las piezas dentales. Ella sintió el calor de su cuerpo y su excitación dio un salto. Sin darse cuenta, comenzó a jadear y a apretarse el muslo con una de las manos. La tensión era tanta que el médico lo advirtió y retiró los instrumentos de su boca para concederle un descanso. Inmediatamente subió la altura del sillón y en un gesto cariñoso acarició la mano crispada que ella se clavaba en el muslo. Permaneciendo con los ojos cerrados, sintió la caricia y, sin sorprenderse, relajó la tensión acumulada. Tampoco se asombró cuando él, contagiado por el ambiente de excitación, prolongó la caricia suavemente desde la mano al muslo por encima de la falda.

Apretando un mando a distacia, el dentista aumentó el ángulo de inclinación del sillón y dejó a la paciente semiechada. Ella pareció entrar en un sueño placentero, la otra cara del temor inicial. Cerró los ojos y decidió dejar que el dentista "hiciera su trabajo". Terminó de acomodarla: subió un poco el sillón y enseguida regresó a donde había empezado todo: el muslo. Con cada caricia subía un centímetro más la falda, mientras ella, con los ojos entreabiertos, ya no podía soportar impávida la situación: empezó a acariciarse los pezones, que ya resaltaban sobre la tela de la camisa, y casi instintivamente fue entreabriendo poco a poco sus piernas. Él empezó a frotar ambas manos en los muslos de ella y acercó la boca para lamerle la pantorrilla e ir subiendo con lentitud. La sensación produjo en ella un escalofrío y aumentó lsu excitación. Con su falda ya liada sobre la cintura, se brindó abierta al placer.

Él se apoyó sobre el extremo del sillón y fue progresando con la punta de la lengua, como su fuese un estilete, buscando el punto final de la entrepierna. De pronto elevó un poco el sillón y la dejó semisentada para poder observar su expresiñon cuando, abiertos los botones de la camisa, apretujaba sus pechos con frenesí. Decidió lamer las bragas y unificó la humedad interior con su saliva. Casi en un acto de tortura, para prolongar la excitación, decidió apartar levemente la braga con la lengua. Cuando ya no soportó más, le quitó la prenda íntima e inició un cunnilingus, con el clítoris como objetivo preferido. Su lengua encontró aquel botón placentero y lo hizo vibrar con movimientos laterales. Ella acusó la descarga y se cogío con sus manos a los soportes del sillón. Abrió aún más las piernas y empezó a emitir gemidos y gritar a la espera del orgasmo, que liberaba no sólo la excitación sexual sino tambiñen sus antiguos miedos.

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